Nevidal    

Nevidal no es, realmente, una persona amistosa. Tiene algo de don de gentes, eso no lo niego, aunque eso no implica que sea amistoso, o que todas sus palabras sean ameladas y su lengua sea, metafóricamente, de plata. Quizá sea posible decir incluso que en algunos aspectos habla con algún marinero, pero dejaré a la imaginación del lector ese rasgo.

Continuando con su interacción social, no es el tipo de personas que mantenga los mismos amigos durante un periodo de tiempo largo, y es raro verle agrupado con otras personas, pues es solitario, y, también, tiene algo de miedo al compromiso, lo que impide que forme relaciones duraderas con la gente.

Es un amante declarado del sarcasmo y no dudará en utilizarlo en el momento que sea necesario, sea una conversación entera, o solo algunas frases incisivas en el momento adecuado.

Su sentido del humor es... peculiar. Es sabido que, aunque es capaz de reírse de cualquier cosa, casi nada le provoca realmente gracia. Es, lo que puede decirse un schadenfreuder, pues una de las cosas que a este individuo le divierten es la desgracia ajena. Una de las razones por las que disfruta de atormentar a la gente es simplemente porque le divierte.

Pero eso no implica que, al fin de al cabo, no sea una persona tranquila, pues lo es. Se trata de, quitando todo el schadenfreude y el sarcasmo y todo lo anterior, una persona considerablemente tranquila, por muy sorprendente que esto resulte.

No es raro verle distraído, perdiendo el tiempo con cualquier cosa en vez de hacer lo que se supone que tendría que hacer. Se aburre con facilidad y rara vez hace las cosas que se propone, pues también es un tanto vago.

En fin, no os voy a engañar ni os voy a dar falsas esperanzas con este individuo: No es una persona amistosa, no es compasiva, rara vez se interesa por los problemas de los demás, y no siente estima sobre las relaciones amistosas o la gente en general. Incluso un tanto sociópata e insensible.

Podría concluir diciendo que es una persona valiente. O algo así. Es una persona que realmente no le teme a muchas cosas, pues se toma gran parte de la vida como si fuese un juego. O simplemente puede estar loco y por eso no ve el peligro real que encierran las cosas.

Alexey Ivanovich, Hijo de Ivan Alexandrovich y de Maria Pavlova, nació en un frío invierno hace 19 años, en un pequeño pueblo rural perdido en el oblast de Novgorod. Sin embargo, no recuerda mucho de la etapa de su niñez, en parte debido a que fue la vida aburrida de pueblo y por otra parte porque tras una cierta edad, de la cual no tiene certeza exacta (es decir, no se acuerda de qué edad tenía cuando pasaron los hechos), su pequeña familia de pueblo se mudó a la gran ciudad (y digo gran comparada con el pueblo, pues antaño y a día de hoy apenas supera el cuarto de millón de habitantes) de Veliky Novgorod.

Su pequeña familia de pueblo se adaptó con considerable rapidez a la vida de la ciudad, ya no teniendo que despertarse a altas horas de la mañana para cuidar de los campos, pudiendo ir Alexey a una escuela en vez de pasarse la vida entre hierbajos y los tallos gigantescos de los girasoles que cultivaban, y todas las cosas similares.

En fin, la vida de la familia había dado un giro en la dirección adecuada.

Pronto se convirtieron en una familia acomodada de aquella burguesía que el comunismo tanto deseaba eliminar, y gracias al esfuerzo de ambos de sus padres, el señorito Alexey pudo matricularse en un instituto privado. ¿Quién hubiese pensado que un pobre chico de pueblo podría llegar tan lejos? Seguro que ni él mismo se lo esperaba.

Eventualmente, pasaron los años, y cuando tenía algo así como dieciséis años, la empresa en la que su padre trabajaba, en la cual había escalado puestos años tras años, había decidido trasladarle a Japón. Y, aunque en el fondo sabían que era para mejor, como cuando decidieron abandonar el campo, a la familia no le gustó mucho la decisión.

Así que un día, mientras estaban empaquetando sus cosas, el señorito Alexey se había adentrado en el sótano de la casucha en la que habitaban, más pequeña que el caserío que tenían en el campo, pero más moderna que el caserío. Se había adentrado en el sótano, un lugar nunca visitado, salvo ocasionalmente por su madre cuando hacía encurtidos, pero generalmente abandonado. La razón por la que se adentró en dicho lugar le resultan incógnitas, quizá para ver si allí había llegado algún libro que dio por perdido, o algún juguete de su infancia, o quizá solo buscando algo interesante que llevarse de recuerdo.

Y ante su sorpresa, encontró un alijo de artefactos soviéticos. La mayoría eran cosas como pósters de propaganda, o alguna que otra bandera con la hoz y el martillo, pero lo que encontró y le pareció más interesante fue una antigua máscara de gas, de dudosa condición, que le resultó bien preciosa o bien curiosa, pues se la llevó al país nipón a escondidas, sin decirle nada a sus padres.

Los primeros meses fueron una tortura para el joven y la familia, pues ninguno de ellos había llegado a dominar el idioma del país que tan alienígena les parecía, en el poco tiempo entre el comunicado de traslado y el traslado. Pero el señor Alexey no tuvo muchos problemas en aprender el idioma, aunque los cuatro alfabetos le resultasen confusos, a él, que hasta entonces solo había escrito en ruso. Aunque había recibido clases y tenía libros sobre el idioma, ninguna práctica era tan buena como usar el idioma en la vida cotidiana, razón por la que su madre le enviaba a todos los lugares, desde hacer los recados, acompañarla al banco, o hacer de intermediario con las visitas cuando las recibía.

Eventualmente aumentó la rutina de su vida, y pasó el tiempo como pasa, inexorable. Un verano, a la edad de 19 años, decidieron sus señores padres que visitaría a su abuelita en Novgorod, en el viejo continente del que venía. Así que compraron un billete de avión y tras todo lo necesario para embarcarse en un avión, partió el señorito Alexey hasta Rusia.

El viaje no tuvo ningún contratiempo, acentuando más aún el aburrimiento y la rutina de su vida. Se bajó del avión, pasó por los controles, y se dirigió a la estación de tren, con tal mala suerte que el taxi donde viajaba dejó de funcionar a la mitad del viaje. Tardó unos cuantos minutos en llegar el otro taxi que había llamado para continuar su travesía, cuando cayó en la cuenta de que iba a perder el tren.

Le dijo al taxista que fuese más rápido, y que incluso pagaría si le pusieran una multa, pero no quería perder el tren. Así que el taxista se fue por una carrera secundaria y condujo a la máxima velocidad para llevar al pobre Nevidal a la estación de tren y así poder ir a casa de su abuelita, como Caperucita Roja por el bosque.

Y eventualmente llegaron a la estación, pero con cinco minutos de retraso, así que Nevidal pagó al señor taxista a toda prisa y corrió hacia el tren.

Y, aunque esperaba que el tren se hubiese largado, aún estaba, esperándole.

Se subió a él, raudo como alma que lleva el diablo, contento de no haber perdido el tren. Soltó un suspiro, en parte de cansancio a causa de la carrera que se había pegado, y en otra parte a causa del alivio de no haber perdido el tren.

El tren comenzó a moverse.

No iba hacia la casa de su abuelita.